Tras haber enseñado a sus discípulos a rezar con insistencia y confianza filial por la llegada del Reino de Dios y por las cosas esenciales de la vida, ahora, en su viaje misionero hacia Jerusalén, Jesús se enfrenta a una curiosa situación cuando «uno de la gente» le pide: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Esta petición provoca una fuerte reacción en Jesús, que aprovecha la ocasión para enseñar, es más, para proclamar la sabiduría de la vida a todos los presentes, de entonces como de ahora, a todos nosotros que escuchamos actualmente.

 

1. «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros»: una aclararación necesaria sobre la verdadera misión de Jesús

Respondiendo a este “uno de la gente”, Jesús corta por lo sano con una negativa tajante expresada a través de una pregunta retórica: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». Detrás de tal respuesta, se podría vislumbrar a un Jesús malhumorado. ¿Por qué esta fuerte reacción? Al fin y al cabo, con la petición de ayuda para resolver la cuestión de la herencia, el hombre reconocía la autoridad de Jesús como Maestro (y de hecho le llamaba así), al igual que otros rabinos, es decir, maestros de la época que eran jueces competentes para decidir sobre tal asunto.

Sin embargo, Jesús no acoge tal “honor” porque en esta petición se esconde un grave malentendido de su misión por el Reino de Dios y la salvación de la humanidad. Ya el Jesús de doce años había declarado solemnemente en el Templo, delante de sus “angustiados” padres, que llevaba tres días de búsqueda: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Estas son sus primeras palabras en el evangelio de Lucas, y desde ese momento, desde el comienzo de la edad adulta según la tradición judía, orientó toda su vida a cumplir la voluntad del Padre, para la llegada de su Reino y para devolver al hombre a su Dios. (Por ello, Jesús también será establecido por Dios como ‘juez’ y ‘mediador’, pero juez para las cosas divinas y mediador entre Dios y el hombre).

Esta misión ha llegado a su fase final con su último viaje a Jerusalén, y por lo tanto no se puede detener en otras cosas menos importantes en el camino. Tanto es así que, como vimos anteriormente, a los discípulos enviados por Él en misión les aconsejó incluso no “saludar” a nadie en el camino. Él mismo invitó a uno de sus potenciales discípulos que quería ir primero a enterrar a su padre: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el reino de Dios» (Lc 9,60). Como ya explicamos en un anterior comentario, de forma metafórica y con un juego de palabras, el Maestro de Nazaret subraya la urgencia del camino de la proclamación del reino de Dios que Él hace y que ahora invita a hacer a sus potenciales seguidores, dejando a “los muertos [espirituales] del mundo” enterrar a “sus muertos [físicos]”. Esas palabras podrían resonar así para el hombre de hoy: “Dejo las cosas mortales a los mortales, ¡voy a anunciar el Reino!”. Ojalá, una visión tan clara de la misión y una determinación como la de Jesús, se pudiesen encontrar también en sus discípulos misioneros de hoy, cuando llevan a cabo sus actividades misioneras.

 

2. «Mirad: guardaos de toda clase de codicia…»: lo que realmente cuenta en la vida

Curiosamente, la petición del hombre sin nombre refleja, en realidad, la situación de tantas familias, de tantos hermanos y hermanas en todas las épocas, incluso en nuestros días. Por lo tanto, el claro rechazo de Jesús, su distanciamiento de la petición del hombre “de la gente”, junto con su posterior enseñanza, puede ayudar a bastantes, incluso hoy en día, a volver a centrarse en la realidad más importante de la vida, a relativizar las cosas mundanas y a superar las tensiones innecesarias causadas por diversas disputas sobre la herencia que nunca terminan. Y esto es especialmente cierto para aquellos que han pasado o, peor aún, están pasando por estas malas experiencias, cuando ante la división de la herencia de sus padres de repente todo el amor fraternal (que antes existía ¡realmente!) desaparece. Esta es la advertencia de Jesús a todos nosotros, no sólo a ese hombre de la multitud, porque sutilmente está escrito que Él “les dijo”: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia».

Lo que Jesús señala ahora se hace eco de tantas enseñanzas de Dios para su pueblo en la Escritura, especialmente en la tradición sapiencial, donde se advierte del peligro de la codicia que provoca una situación de riqueza sin paz, tranquilidad y amor. Por tanto, sería preferible una vida pobre pero “sana”. Basta con citar algunas frases del libro de los Proverbios que aconsejan de forma muy “pintoresca”: «Más vale poco con temor del Señor que grandes tesoros con preocupación. Más vale ración de verdura con amor que buey cebado con rencor» (Pr 15,16-17). Y continúa: «Más vale mendrugo seco con paz que casa llena de festines y discordia» (Pr 17,1). El sabio Qoèlet que escuchamos en la primera lectura es aún más provocador, pues subraya la vanidad de todas las realidades “bajo el sol”: «¿Qué saca el hombre de todos los afanes con que se afana bajo el sol?». En la misma línea encontramos a San Pablo que en su carta a los Colosenses (segunda lectura) pide a los fieles que hagan morir en ellos, entre otras cosas, «la codicia y la avaricia, que es una idolatría».

 

3. «Necio […] ¿de quién será lo que has preparado?»: por una sabiduría divina pero también humana de la vida

Aquí, en su enseñanza, Jesús va más allá al subrayar la razón existencial por la que no vale la pena perseguir la riqueza constantemente: «Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Esta es la sabiduría divina que ya se ha descrito en el Antiguo Testamento a través de la reflexión en el Salmo 49, que dice: «¿si nadie puede salvarse ni dar a Dios un rescate? Es tan caro el rescate de la vida, que nunca les bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa» (Sal 49,8-10). Y aún más, «No te preocupes si se enriquece un hombre y aumenta el fasto de su casa: cuando muera, no se llevará nada, su fasto no bajará con él» (Sal 49,17-18).

La parábola del rico insensato, que Jesús relata como una especie de ilustración, pretende acentuar lo ya anunciado. De hecho, se hace eco de la aguda observación del sabio Ben Sira dentro de la tradición judía: «Hay quien se hace rico a fuerza de trabajar y ahorrar, y esta es la parte de su recompensa: cuando dice: “Ahora ya puedo descansar y disfrutar de todos mis bienes”, no sabe cuánto tiempo pasará, hasta que tenga que dejarlo todo a otros y muera» (Ecl 11,18-19). Así, Jesús se muestra como un Sabio de Dios que continúa y confirma con su autoridad la reflexión sapiencial de su Pueblo, transmitida en la Sagrada Escritura. Denuncia con fuerza la necedad del hombre que se encierra en el círculo de su propia “prosperidad” y proclama la sabiduría que viene de lo alto para una vida sabia ante Dios. Efectivamente, define a este hombre como “necio” y concluye su parábola con una advertencia: «Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,21). Hay que recordar que en otro momento, Jesús pregunta retóricamente «Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma? ¿O qué podrá dar uno para recobrarla?» (Mc 8,36-37). (Se trata del texto que dio el impulso decisivo para la conversión de San Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas).

Leyendo la parábola del rico necio, uno podría pensar que tal vez el rico, podría tener su satisfacción y felicidad al ver a sus hijos o familiares felices de recibir sus posesiones como herencia (y la respuesta imaginaria del rico a la pregunta retórica «Necio […] ¿de quién será lo que has preparado?» seria: “¡de mis hijos y familiares!”). A este respecto, merece la pena leer la curiosa pequeña historia de San Francisco de Asís, probablemente inspirada y modelada en la parábola evangélica en cuestión. En ella se narra precisamente la muerte de un rico impenitente, es decir, que no se abre a Dios (cf. San Francisco de Asís, Carta a los fieles II. Segunda redacción, 72-76.83-85: Fonti Francescane 205):

[…] Enferma el cuerpo, se aproxima la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo: Dispón de tus bienes. He aquí que su mujer y sus hijos y los parientes y amigos fingen llorar. Y mirando alrededor los ve llorando, se mueve por un mal movimiento, y pensando dentro de sí dice: He aquí mi alma y mi cuerpo y todas mis cosas, que pongo en vuestras manos. Verdaderamente es maldito este hombre, que confía y expone su alma y su cuerpo y todas sus cosas en tales manos; por eso el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que confía en el hombre (Jer 17,15). […] Y todos los talentos y poder y ciencia que pensaba tener (cf. Lc 8,18), se le quitará (Mc 4,25). Y lo deja a parientes y amigos, y ellos tomarán y dividirán su hacienda, y luego dirán: «Maldita sea su alma, porque pudo darnos más y adquirir más de lo que adquirió». Los gusanos comen el cuerpo; y así aquél pierde el cuerpo y el alma en este breve siglo, e irá al infierno, donde será atormentado sin fin.

Obviamente, se trata de un caso extremo y casi surrealista contado de una forma caricaturesca. Sin embargo, reitera la verdad de un estado de insatisfacción presente incluso en aquellos que reciben, ¡porque la codicia engendra codicia! Refleja la situación frecuente en torno a la división de la herencia, que precisamente “uno de la gente” ¡pide a Jesús que lo “arregle” en el episodio del Evangelio de hoy! Como hemos visto, la solución de Jesús para estos casos es bastante radical: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia». Cuidado con el trágico final del rico necio, que «así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios ». Por eso, la exhortación de San Pablo hoy en la segunda lectura es más que apropiada para todos nosotros, discípulos de Jesús: «Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra». Esta es la sabiduría divina que debemos aprender de Jesús y compartir con los demás en nuestro camino.